domingo, 26 de octubre de 2008
Lo que el viento se llevó
por:
Aaron Benitez
Mi ciudad es extrema. Por un lado puede tener el vigor del tráfico vehicular de cualquier gran urbe y por el otro ser el pueblito más tranquilo del mundo. La economía - y los empleos de las personas - giran en torno a cuatro ejes: la zona portuaria, con miles de estibadores, marinos, agentes aduanales, etc; la zona industrial, con maquinistas, técnicos, ingenieros, agentes comerciales, etc; la zona turística: con los muchos bares, restaurantes y discotecas que sirven de distracción a los dos primeros grupos y a los turistas; y finalmente el cuarto eje que engloba todo lo demás que presta servicio a los tres anteriores, llámese educación, gobierno, transporte, etc.
Siendo una ciudad con un patrón de vida tan ordenado, o al menos tan definido, pocas cosas la vuelven loca. En Febrero o Marzo se tiene la gran fiesta del año, el carnaval, que amontona a tanta gente por el largo boulevard como solamente se puede lograr con música, alcohol, chicas casi desnudas y dádivas regaladas a diestra y siniestra.
Lo anterior explica por qué cuando ocurren situaciones fuera de lo normal, lejos de permanecer receptivos, pasivos, lógicos, la población prefiere entrar en la vorágine de hipótesis sin más fundamentos que un pedazo de información extraída en décima generación, vaya, chismes. Los servicios de emergencia y seguridad se comportan como si los edificios del World Trade Center neoyorquino hubiesen renacido y reatacados nuevamente en estas latitudes. Nos gusta tener un poco de caos que nos saque de la simple rutina de estar consumiendo alcohol y demás en un sábado por la noche.
Caminaba yo rumbo a la zona centro, me encontraba de hecho en la misma, pero iba rumbo a su corazón cuando recibí la primera llamada de la noche. Okay. No, okay, claro. ¿Todo bien?, perfecto. No, no noto nada. Todo se ve normal de aquí. Gracias. Sí, nos vemos. Bye.
Me avisaban de una explosión ocurrida apenas unos minutos antes y que por todos los ángeles no me fuera a meter a la zona centro porque estaban evacuando. "Claro que no lo haré" dije, pensando al mismo tiempo hacia dónde reorientar el plan. La gente caminaba a mi alrededor, los autos lucían normales con sus ocupantes escuchando música estridente y los demás curiosos haciendo shopping nocturno. Yo sabía que había una fuga pero creo que poco le habría importado a esas personas si les avisaba o no.
Empecé a observar más detenidamente, mientras decidía qué hacer. Y así llegué a la frontera del mar con mi ciudad. Noté en el trayecto que los policías y elementos del ejercito traían protección "cubrebocas", y que cerraban rápidamente las calles que daban acceso al centro de la población. Me detuvé un momento a encender un cigarrillo cerca de una patrulla justo al momento de escuchar que dos policias comentaban sobre la fuga de "cloro" que se acontencía apenas a un kilómetro de nosotros. Me tranquilicé. El cloro nunca ha matado a nadie a más de dos kilometros - que es la distancia que calculé desde el origen de la explosión hasta mi casa. Pero por otro lado, ¿era cloro o amoniaco? El amoniaco ya lo había respirado lo suficiente en mi niñez al vivir durante varios meses en casa de una tía que tenía como vecinos un arroyo que había decidido ser fuente de los residuos de un complejo petroquímico. Ahí las fugas de amoníaco eran tan comunes como partirse algún miembro por andar corriendo en los árboles y arbustos.
Así pues, ni el cloro ni el amoníaco me asustaban. Pero no estaba tranquilo.
Serían alrededor de las nueve de la noche cuando me senté y prendí otro cigarro, decidido a contemplar el espectáculo de la gran nube tóxica que se generaba en el puerto. Si esto hubiera sido un concierto de talla internacional, podría decirse que había conseguido boletos a diez filas del escenario, suficientemente buenos, y realmente todo lo cerca que quería yo estar.
Llegó un tipo pues a la muralla que sirve impasiblemente como contenedora de los avances del mar. Se sentó, y comenzó a ordenar su equipo para una pesca de bajo nivel. Desenrolló la tanza y - dado que se encontraba en mi línea de visión de "el espectáculo" - volteó a verme sintiendo tal vez algo de mi interés irradiado en energía "de visión", o lo que sea que lo hace a uno voltear cuando detecta que está siendo observado.
Intercambiamos unas cuantas frases sobre lo que ocurría y después me dejó en paz. Se encontraba a unos diez metros de mi. Había todavía familias, amigos y parejas paseando de lo lindo en la zona que no estaban al tanto de lo que ocurría. De pronto, un viejito que andaba en una bicicleta Bimex, se acercó y me preguntó qué ocurría.
- Hubo una fuga de amoníaco - dije yo. Lo dije con una seguridad que me llegaba de la misma vena que me había hecho llamar a aquella chica un día a las cinco y media de la mañana e invitarla a desayunar, la vena de la estúpidez.
El viejito, con un look de anciano del medio oriente, barba gris, ojos grandes y expresivos, ropas viejas y roídas, comenzó a explicarme que el amoníaco era lo que se utilizaba en esa zona para lavar el interior de los buques que ahí atracaban. Durante los próximos minutos describió, para mi conocimiento, el movimiento y logística de un puerto de altura como el que avizorabamos desde nuestra locación. Después, aburrido tal vez o excitado por conocer más, me comunicó que se largaba a ver las noticias para saber bien de qué se trataba todo.
Así pues, quedamos solamente mi "amigo" el señor pescador y yo.
Unos cinco minutos habían pasado y se acercó. Me tomó dos segundos detectar su aliento alcoholico y al ser de esas personas efusivas que viven alegres por el mar y sus productos, me abrazaba como camarada y se acercaba a mi como confidente explícandome lo mucho que durante sus cincuenta y tantos años la zona de pesca del litoral había evolucionado. Me comentó de sus momentos de gloria cuando más jóven podía hacer toda suerte de cosas para obtener pulpos, calamares, camarones y peces en las orillas de donde precisamente hoy nos encontrabamos. Me contó la historia familiar del primer director del acuario internacional que tiene sede en la ciiudad y me plático también las idas y venidas del dueño y fundador del mercado de pescadería más tradicional del puerto.
Tentado estuve los primeros segundos de mandarlo a volar pensando que era un borracho más que me iba a pedir dinero, pero un segundo análisis me hizo comprobar que llevaba buenas ropas, algo sucias, pero relativamente nuevas, un reloj, llaves que no se veían pero se escuchaban, y que sobre todo, tenía la seguridad de alguien con un trabajo diurno aburrido que buscaba siempre la manera de liberarse con el alcohol en un fin de semana y pescar algo en tranquilidad. Si una situación anómala como la de hoy le permitía establecer plática con un tipo extraño como yo, pues bienvenido. Total, se emborrachaba con otros desconocidos así que qué más daba.
Así pues proseguimos nuestra conversación con el nubarrón como telón de fondo hasta que mi celular interrumpió. Después de ahí, me despedí todo lo cortés que pude y me retiré, pensando que la nube no trairía otra consecuencia sino que la gente despertara un poco y platicara de algo más. La nube fue nube durante una hora y los vientos del norte se la llevarón allá arriba dónde hace más daño, con sus amigos los cloroflourocarbonos, Mario Molina dixit.
Esa noche, varios amigos se comunicaron conmigo únicamente para ver si estaba todo bien. Y aunque lo agradezco, me quedé pensando en lo extraño que a veces tienen que ser las cosas para que nos tomemos un minuto y hagamos la llamada.
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