sábado, 9 de mayo de 2009
Ocho dólares
por:
Aaron Benitez
La última Coca-Cola del desierto: el enunciado más gráfico - y refrescante - que la lengua española ha producido en los últimos cien años. ¿Qué otra expresión puede desatar esa saliva en tu boca, ese anticipación de tu lengua a recibir el vital líquido negro, la sensación de un impacto helado y delicioso por tu garganta?
Nada.
Ahora piensa lo que Ben-Hur o Lawrence de Arabia hubiesen pagado por encontrarse literalmente esa botella fría de Coke en medio de su travesía por la inhóspita serie de montañas y montañas y montañas de arena. Hubiesen regalado a unas dos o tres de sus mujeres, medio brazo y probablemente se hubiesen hasta ofrecido como esclavos con tal de tragarse los 350 mililitros de la botella comercial del líquido negro más rico del planeta.
Afortunadamente para mi, lo más cerca que he estado de un inclemente día en el desierto ha sido al menos a diez mil pies de altura. Y aún así, dudo que mi primera necesidad fuese la última coca. Yo pediría cigarros, y no porque fume mucho, pero es que The Coca-Cola Company no me vuelve loco.
Hago dos viajes "serios" de negocios (VSN) al año. Me preparo porque sé que a) no tendré mucho puto tiempo libre en esa semana, y b) aunque lo tuviera, no quiero pasarme mis horas de libertad buscando cigarros y alcohol en lugares cercanos al hotel. Así que compro tres o cuatro paquetes de cigarros para ir listo. Creo que todos podemos estar de acuerdo en que una preocupación menos en la vida siempre es bienvenida.
Todo iba bien en el último VSN, hasta que el fatídico e inesperado día del problema llegó: no más cigarros. Ahora bien, debes saber que lo que fumo no es nada del otro mundo, no es tabaco enrrollado en una templo budista perdido en las faldas de una montaña que aún no ha sido bautizada en el Asia meridional, ni tampoco es el producto más exótico del club mundial de tabaqueros, pero por alguna estúpida razón comercial, no es el empaque más popular en las tienditas de la esquina y tampoco es probable que lo encuentres en la boutique del hotel, tal cual pronto pude comprobar.
Observé la oferta de cigarros en la estantería de plata e inscrutaciones de diamantes de mi aburrido hotel cinco estrellas (yo le daría cuatro, porque sólo una de las recepcionistas era muy guapa). Advertí sin sorpresa que mis favoritos no estaban, pero bueno, ahí había unos que si no eran los mismo, eran lo más parecidos que encontraría en un radio de un kilómetro. Los compré sin mucho chistar y caminé a la entrada principal del hotel y ahí encontré a los tres tipos de cuidado - colegas - que ya para entonces eran como mis hermanos de toda la vida. Curioso cómo convivir con alguien por varios días seguidos te hace sentir que has estado con ellos toda tu existencia.
La noche anterior, durante una sana convivencia, los tres amigous notaron mi problema de la falta de cigarros. Eso, y el hecho que yo llevaba una sonrisa de idiota por haber conseguido mis cigarros, los hizo interrogarme con las miradas.
Saqué el reluciente paquete e invité a todos. Nadie dudó. Uno de ellos tomó la caja y examinó la etiqueta del precio. Lo que a continuación sucedió me parece de lo más surrealista que he experimentado en los últimos meses.
- ¿OCHO DOLARES? ¿Pagaste ocho dólares por esto?
Al principio pensé que bromeaba. Observé sus gestos fijamente mientras sacaba tres aros de humo de mi boca. Sí, pagué ocho pinches dólares. Sí, soy consciente que valen a lo mucho tres en el mercado normal. Sí, los compré en la tienda del hotel. Y sí, nos los estamos fumando, cabrones.
Los tres hicieron comentarios sobre cómo derrochaba estúpidamente mi dinero y lo increíble que era el hecho de gastar esa cantidad en una sola cajetilla de cigarros. Al concluir el tercer minuto de sermón ya estaba yo seguro que mi quijada en el suelo no los haría detenerse. De todo corazón, honestamente, creían en lo que me decian. E insistían en que mostrara cierto arrepentimiento por mi derroche.
Cuando el incidente murió, hice un ejercicio de autocrítica - muy pequeño pero Dios sabe que lo hice - y no encontré motivo real para reprochar mi gusto por saciar un capricho como lo eran mis cigarros en ese momento. Sí, sé que lo pagué no era el precio adecuado, pero no me causaba ningún verdadero problema. Salir del hotel a comprar una mentada cajetilla de mis favoritos no era una opción atractiva.
La relación costo beneficio en su máximo esplendor llegó a mi.
Platiqué sobre la curiosa situación con quien tenía que hacerlo y me dijo que ella habría obrado igual, lo cual me hizo sentir bien. Ella tiene esa peculiaridad porque aunque somos tan diferentes coincidimos en lo importante. Y el asunto de gastar más dinero de lo necesario en cosas que queremos en cierto momento dadas las circunstancias adecuadas nos une (y se nos hace importante). Qué carajo. El dinero va y viene. Ahorrarte unos pesos - o dólares - no debería ser la diferencia entre obtener felicidad instantánea con gasto o frustración crónica con ahorro.
Tal vez por ello soy pobre.
Pero feliz.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Como decimos en esta parte del continente: "al cuerpo, dale lo que pida", aunque no soy amiga del cigarrillo, siempre es rico matar los antojos... Sigue escribiendo, yo seguiré leyendo!
ResponderEliminar