miércoles, 25 de marzo de 2009
Un rostro duro
por:
Aaron Benitez
Las salas de espera en los aeropuertos tienen todas algo en común: desesperan, aburren y crean ansiedad. Es por ello que la gente compra revistas, busca el área de cafés más cercana, tontea con los souvenirs, y hasta contempla los aviones en tierra, que resulta ser una de las cosas más flemáticas que se pueden hacer. Es como observar detenidamente una pelota de fútbol por largo rato y darse cuenta que no da satisfacción. Para eso hay que verla rodar, volar.
Sentado y sólo como estaba, opté por la enferma y estereotípica actitud de los chicos veinteañeros de sacar mi laptop y engancharme a la primera red Wi-Fi gratuita disponible. Esto en sí es todo un reto, porque si estás en un aeropuerto gigante de talla internacional encontrarás tantas opciones que el mismo hecho de lograr conectarte a una de manera adecuada es distracción suficiente para aligerar la carga del tiempo. Listo. Online.
Ya saben. Lo típico. Conectarse al mensajero instántaneo. M. estaba en línea conectado - casualmente - en otra sala de aeropuerto grande, ruidoso y aburrido en Medio Oriente. Comencé a chatear con mi estimado amigo y así hubiese seguido tranquilo de la vida por un tiempo a no ser por esa sensación impalpable que recorre la piel cuando eres objeto no del deseo sino de la mirada fija de alguien a unos metros de tí.
Era una anciana con maletas como para sobrevivir a un encierro de quince años después de una catástrofe nuclear. Estaba sola, y me miraba en la misma pose fría que una celadora nazi podría tener después de un cansado día atormentando prisioneros. La mujer de edad tenía el cabello largo, a media espalda, y blanco blanco blanco como los magos de los cuentos de Harry Potter y El Señor de los Anillos. Suelo sostener miradas para indicar que mi espíritu no es débil, pero a ésta mujer no le pude aguantar mucho tiempo. Por algún motivo, su mirada acusadora total me hacía sentir culpable.
Realmente esto último de hacerme sentir culpable no era muy difícil de lograr. Estaba en Bogotá y ya había pasado tres revisiones - uno con unas agentes aduanales muy lindas y dos con militares hijos de puta - por lo cual mi equipaje y dignidad violadas se sentían muy prestas a confesar mi participación en una red internacional de mafiosos, aunque sólo fuese un invento para evitar la tortura. La mujer bien podría haber trabajado como cuarto puesto interno de control. Le iba a resultar fácil: te miraba, y si no contabas con la paz mental e inocencia de un niño de tres años, no ibas a poder sostener esa visión. Culpable inmediatamente entonces. Carcel y deportación.
Intenté distraerme con M. indagando más de su entrenamiento en Egipto o un lugar así. Yo le decía que iba en transito hacia Panamá - creo - y que sería bueno reunirnos en Diciembre como siempre, etcétera, etcétera, etcétera. Pero no podía dejar de sentir la pinche mirada clavada en mi. La mujer me seguía viendo. Tal vez era ciega, y sólo tenía el rostro dirigido de forma que yo resultaba ser su vector personal. Quién sabe.
Decidí atacar mirándola también, sin la misma intensidad - que no podré lograr hasta que tenga un look al estilo Gandalf - pero por breves instantes uno tras otro. Tenía facciones arrugadas, pero no discordantes. Los ojos eran pequeños, pero potentes. Boca pequeña, cabello largo como ya les decía. Si esto fuese uno de esos siglos oscuros, podría fácilmente haberme parado a gritar que era una bruja y la hubiese hecho quemar en la hoguera más cercana (dado que por acá incineran mucha droga, sería fácil encontrar una).
Finalmente llegó la hora y me levanté. Cerré la laptop y caminé hacia el ritual de acomodarme sin pisar los pies a alguien dentro de una cabina diseñada para la máxima incomodidad de aquellos pobres diablos que no compramos boletos ejecutivos de primera clase.
Saqué aquel grandioso celular que amaba e hice una llamada a mi contacto en la ciudad del gran canal que me costó lo mismo que cinco cervezas del Hard Rock Café para avisarle no recuerdo qué. Entre eso, y entretenerme escuchando conversaciones ajenas y hojear la revista de la aerolínea olvidé a la viejita.
Pasaron los años hasta ayer, cuando salí de la oficina. No hay mucho que ver en las calles aledañas al edificio, así que ves lo que puedes. Justo pensaba en la necesidad de llamar a mi destino e invitarla a cenar cuando una convulsión casi hace presa en mi: ¡la viejita de Bogotá caminaba sobre la misma acera que yo y me veía fijamente!
Caminé más lento. La miré de manera muy poco discreta rayando en la grosería de la descortesía social.
No. No era ella. Pero carajo que sí se parecía mucho. Sus dos ojos también potentes la hacían parecer la misma mujer del rostro duro de unos tres años atrás. No era la misma, pero la dureza de sus facciones taladraron mi resistencia a su mirada. Dudo mucho que ésta versión local de mi miedo hecho rostro haya reído alguna vez en su vida.
Qué triste, porque después de verla me dí cuenta que no me hacía sentir culpable ya en lo absoluto, y que por el contrario, su visión me hacía recordar buenos tiempos.
Yo sí reí. Y luego contacté al destino.
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